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9 de marzo de 2014

Tener cara de perdedor.

Abrió la puerta de casa y se dio la vuelta para mirarme. La cazadora abierta, el sol de abril iluminando su blusa de flores y una expresión de agridulce victoria en la cara. Agarró su pequeño bolso de correa larga y se lo colgó al hombro. Sacó un cigarrillo, se lo puso en los labios y, mientras lo encendía, me miró fijamente, de manera desafiante. Inhaló un instante el humo y se apartó el cigarrillo de la boca para decir con estilo:

-   ­Eres bueno, pero no eres brillante.

Y mientras me rebozaba en la lona por el gancho al hígado, ella salió y cerró con suave firmeza la puerta. No miró atrás y el árbitro llegó a diez. Me senté en el suelo y apoyé la espalda contra la pared. En el rellano se oía al público corear el nombre de la vencedora. Fui a por hielo a la cocina y me eché una copa. Atravesé el salón hasta la terraza y la vi cruzar la calle. Pensé en llamarla a gritos o en bajar corriendo a buscarla, pero para qué. Tal vez así se escriben los grandes fracasos: por la cobardía de los románticos modernos, que piensan en el futuro más lejano, en vez de en el más inmediatamente próximo y que pase lo que tenga que pasar.


Pero creo sin querer, que aunque lograra convencerla, no hay manera de conservar por mucho tiempo a una mujer como ella.





29 de diciembre de 2013

Demasiado simple.

— Vamos a ver la de terror.

— Vivir contigo ya es una película de terror.

Me llevé un buen guantazo después de decir eso y se tiró toda la tarde sin hablarme. Pero qué podía decir. Me aburrían ella y sus gustos. Ciertamente, no sé cómo habíamos llegado a esa situación. Vivir juntos, compartir estupideces, hacer todas las noches algo que en nada se parecía al amor y dormir juntos y eso. Ella era demasiado simple, demasiado tonta como para abandonarme a mi suerte. Sabía que en cuanto lo hiciera sería algo mutuo. Y tenía miedo.

Por mi parte no podía aspirar ya a otra cosa. Una vez conocí a una mujer demasiado admirable, más lista que yo, y acabó destrozándome por los cuatro costados. Las mujeres a menudo hacen eso. O al menos nunca me había enamorado de una que no lo hiciese. Y ahora tenía miedo a pudrirme en soledad masturbándome tres veces al día entre lágrimas, vistiendo un calzoncillo a la semana, vagando del trabajo a casa y de casa al trabajo con el pelo sucio y el corazón en otra parte.

En realidad, lo que me apetecía era irme solo al cine a ver la película que me viniera en gana. Pero me ponía a pensar en toda esa gente de la sala mirándome, compadeciéndose de mí y mi alma de lobo solitario, pensando “mira, ahí va un desgraciado” o “qué tipo más raro”, que entonces me sentía en la necesidad de hacer algo que no quería, de forzarme a ir con alguien a quien no admiraba lo más mínimo, sólo para que se tragaran su maldita compasión.

Así que acabamos yendo a ver la de terror y, mientras el público idiota gritaba asustado viendo una película aburrida y yo agarraba la mano de una extraña sentada a mi derecha, un irónico capricho del destino quiso que el tiro me saliera por la culata: me entraron unas tremendas ganas de llorar y consolarme como un enfermo autocompasivo acariciándome la cabecita como si fuese la de un niño de cinco años.

Juro que no vuelvo al cine mal acompañado”, me dije, y enseguida empecé a dudar de mi juramento porque lo sé, me conozco. Espero que tú nunca lo sepas, pero bueno, supongo que de miedo a la soledad se alimentan todas las relaciones de mierda.

19 de noviembre de 2013

Está perdido.

Me recordaba a Mersault. Esa indiferencia. Ese desencanto. Esa nada. Pensaba en aquella frase de Camus, que, siendo su propia obra, falleció trágica y cómicamente de la manera más absurda. El famoso y brillante escritor francés decía que cualquier hombre puede, a la vuelta de cualquier esquina, experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo. Y así le ocurrió a él. Todo se le había vuelto estúpido e inevitable. Se comportaba como un esclavo de las circunstancias, pero nunca lo escuché quejarse de las mismas. Simplemente vivía sin empaparse. Pasaba por allí como un viajero sin destino, como un barco a la deriva.

Daba vueltas lentas al café sin parar y con la mirada perdida. Caminaba mirando al suelo, hablaba poco. Hacía mucho que no le veía, ya no reír, ¡sonreír! Me preguntaba si él se había vuelto aburrido por todo lo que había vivido o si siempre lo había sido. Y a veces al observarle no podía comprender cómo aún no se había volado la tapa de los sesos con el revólver de su difunto padre. Era como si en el fondo de toda esa desesperanza todavía quedara un atisbo de todo lo contrario. También como a Mersault. 

Pero claro, qué le vas a decir a alguien que ha visto por ejemplo cómo se follan a su amada mujer en su casa, en su cama, mientras él se mataba a trabajar en un empleo de mierda que apenas le daba para llegar dignamente a fin de mes. 

Se me hiela la sangre al recordar la noche que le interrogué sobre aquella dolorosa escena. Le pregunté por qué al verlos no hizo absolutamente nada salvo irse como había venido, dejando atrás de un portazo todo lo que había logrado con tanto esfuerzo, cariño y sufrimiento. Todo aquello por cuanto había luchado tiempo atrás.

Me miró con sus ojos ya vacíos y dijo:


¿Qué otra cosa podía hacer?

29 de octubre de 2013

Demasiado admirable.

Hoy me quiere enredar y mañana tal vez desaparezca y regrese dentro de dos semanas para volverme loco de nuevo.

La agarré del pelo y le reproché entre dientes:

   Eres capaz de dejarme estaqueado en mitad del patio.

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23 de octubre de 2013

Historias de cine.

Me gustaba el cine, mejor solo que mal acompañado, y por aquel entonces un conocido me ofreció hacer una película independiente y de bajo presupuesto. Tenía contactos en el mundillo, así que acepté formar parte del reparto. Lorena también aceptó. Ella y yo estábamos juntos en aquella época, así que hacíamos que veíamos películas los domingos de invierno; disimulábamos bien las ganas que teníamos de meternos mano en cualquier lugar. Por eso, nos aventuramos a hacer algo relacionado con lo que nos gustaba a ambos, a pesar de que lo más probable es que el filme acabase siendo una auténtica basura.

En su afán por ser un director diferente, novedoso o gilipollas, este conocido mío puso como condición que nunca coincidiéramos más de dos personas, incluido él, en el set, si no abandonaba y todo eso. Por supuesto esto significaba que siempre sólo había un actor en el lugar del rodaje. Todos estuvimos de acuerdo como borregos cineastas.

Una mañana, Elena, que también formaba parte del elenco de novatos intérpretes, hábilmente, me llamó a casa para salir a tomar un café o unas cervezas mientras Lorena rodaba. En un arrebato de compañerismo idiota dije .

—Lorena me ha dicho cómo de gorda y grande la tienes. Aprovechemos ahora que ella no está.

Tardó como veinte minutos de conversación en soltarme esto y la verdad, me puse muy cachondo y luego nervioso y más tarde borracho y lo siguiente que recuerdo con claridad es que acabamos en mi casa, tumbados en la cama, bien jodidos. Lo hicimos dos veces más en la mañana. Y podría haber seguido así también toda la tarde chupándole los pezones y empalándola con mi mandoble escocés, pero dijo que no se quedaba a comer, que ya andaba servida. Cómo gemía la cerda, pensaba horas después, sentado en el sofá con unas endiabladas agujetas en el culo y los muslos.

La semana siguiente a mi desliz se me hincharon las narices y fui al set mientras rodaba Lorena. Me dio por ahí. La del director era una condición de tío imbécil. Ya estaba bien de tratarnos como si se creyera el Kubrick del barrio.

Me paseé con decisión, pero en silencio hacia donde oía ruido a través de los pasillos laberínticos del decorado que los contactos del iluminado habían montado en una nave industrial. Al llegar a una habitación ambientada en los años 30 me encuentro al ojete de él mirándome y las dos piernas de ella en el aire. Se estaban dando duro y la cámara estaba puesta. Sin llamar la atención la cogí y empecé a enfocarla el coño mientras las pelotas de él golpeaban con ritmo frenético su centro de éxtasis. Soy un loco raro. Me puse a ver cómo sufrían. Él le clavaba la lanza y ella gritaba con las piernas abiertas en un ángulo imposible. Bonita banda sonora original. A mayor profundidad, mayor placer gritado.

En un cambio de postura ella me vio y se tapó con las sábanas como si no la hubiese visto ya todo el mundo. Esbocé una sonrisa ácida. El Kubrick con alma de Rocco Sifredi se tumbó boca arriba al lado de ella sin taparse, con la confianza del que ya se siente ganador a partir del tercer polvo. Al menos su polla no era tan grande como la mía. Nunca entenderé a las mujeres.

—¡Saúl!

—¿Qué?

Me fui. Impasible. Lo mandé todo a la mierda. Y la verdad: me quedó muy artística la película. Quizá podría haber sido un buen cámara, de esos que captan la esencia de lo que no se dice en una escena. Pero ya no quiero saber nada del cine. Me gustaba. Y el porno. Pero ahora no veo películas y me masturbo con novelas de Bukowski. No sería plato de buen gusto para mí ver en el ordenador por sorpresa mi creación.

 

 

PD: Elena no me volvió a llamar. Quizás no le gustó que la embistiese por detrás. Pero cómo gemía la guarra mientras lo hacía. El cine tal vez, pero las mujeres... Nunca entenderé a las mujeres.

27 de mayo de 2013

Historia de una mujer que no sabía follar.

Mi mujer era una puta. Y la verdad, para ser tan puta, cuando la conocí follaba bastante mal. Yo la decía, baila un poco, pónmela rígida, pero la rígida era ella y su cadera robótica.

Pasé varios meses soportando esta situación cada vez que entrábamos en materia, y eso era muy a menudo. Me preguntaba cómo podía querer follar con ella si en realidad no me ponía verdaderamente cachondo.

Terminé dejándola de puro aburrimiento.

Unos meses después volví en un arrebato de estupidez y lujuria y qué sorpresa la mía al descubrir que ahora era una máquina de follar bien. Con el tiempo fue una máquina de follar mejor y era un placer meternos en la cama a todas horas. Empecé a plantearme tras cada polvo que tal vez ya entendió mi lección. También se pasaba por mi mente mientras se me apagaban los orgasmos que a lo mejor lo aprendió con otros, y entonces sentía como si una mano invisible me apuñalara los genitales con saña.

A medida que pasaba el tiempo, llegar al éxtasis se antojaba más difícil y comenzamos a experimentar con el sadomasoquismo. Pero al final se nos volvió contraproducente e insostenible y los golpes empezaron a doler. La montaña de planes se vino abajo en una estocada y ya nadie allí quería construir un nuevo futuro en una escombrera.

Lo único que me parecía razonable a esas alturas era sumar una espada a mi escudo y marcharme sin mirar atrás, rumbo al norte, para aprender a hacer la guerra. Así hice, y aún me consuela pensar que ella, aunque aprendió a follar, se marchó al sur desarmada para aprender a hacer el amor, pero casi que prefiero no hacerlo y cerrar en este punto su historia.

Aquí al otro lado del muro no hay mujer por la que merezca la pena morir de gusto.

5 de abril de 2013

Un eterno mayo.

—Córtalos más pequeños.

—Pero si son pequeños.

—¿A ti te parece eso pequeño? Imagínate a una señorita metiéndose en la boca ese pedazo de trozo de tomate.

El jefe de cocina se quedó mirándome comprensivo, pero sin perder la seriedad típica del que manda. Me imaginé a una chica joven, bien vestida y peinada pinchando con el tenedor el trozo que acababa de cortar y tratando de introducirlo en su boca de labios carmín y, la verdad, no era una imagen para nada agradable, aunque lo primero que pensé fue en un erotismo idiota producto de mi cerebro masculino. Inevitable. Asentí y corté los tomates en trozos más pequeños.

Al terminar mi jornada de trabajo, mientras volvía a casa en el coche, me pilló una caravana en la autopista y empecé a darle vueltas a lo que me había dicho el señor Deineau. Recordé los desayunos de capuccino y cookies con Marta en aquellas mañanas tras haber pasado la noche juntos en su casa. Me acordaba especialmente de una de las mañanas. No fueron demasiadas, pero ésa aún la conservaba en mi memoria, aunque es posible que a estas alturas ya la hubiera idealizado.

Recordé cómo los rayos del sol entraban por la ventana. Ella se despertó primero. Mientras nos desperezábamos decidimos darnos un baño juntos antes de desayunar. Fue al servicio y abrió el grifo. El ruido del agua cayendo inundaba toda la casa. Marta aprovechó para ir a hacer algo a la cocina mientras yo simplemente miraba a mi alrededor tapado y desnudo bajo las sábanas de la cama de sus padres. Estábamos solos y yo era feliz, o por lo menos, medio feliz, o quizá me creía feliz y realmente no sabía si eso era ser feliz —la mosca siempre revoloteó detrás de mi oreja más o menos cerca—. Después de unos minutos en los que Marta vino a besarme y decirme que era una marmota y que me levantara ya de la cama, decidí dejar de remolonear, me incorporé y fui a ver el nivel del agua en la bañera. Perfecto. Temperatura también. Cerré el grifo y fui a buscarla a la cocina.

En la bañera nos sentamos el uno frente al otro. Nos masturbamos mirándonos a los ojos y cuando el agua se empezó a poner fría nos frotamos con jabón suavemente con las manos. Nos secamos con las toallas y salimos del baño. Ella estaba realmente apetecible con el albornoz así que empecé a besarla, la tiré a la cama sobre él, reímos, hicimos el amor y al 1364303992terminar, extasiados, hablamos de cosas banales mientras intercalábamos miradas al techo de la habitación y a nuestros ojos. Y creo que era feliz. Ahí, mientras el sol me acariciaba el lado derecho de la cara, ahí, apoyado en el lomo de su juguetón perro, pensé que quién pudiera vivir en un eterno mayo de paseos de la mano por el parque mientras todo lo bueno nace y la primavera te salva la vida.

Aunque ahora que lo pienso, hace tanto tiempo de aquello que sería injusto por mi parte no deciros que eso no fue un sol de mayo, sino nada más que un marzo demasiado soleado.

***

«Cuando Jan finalmente volvió a casa —una semana más tarde— me acusó de haber estado con una mujer, porque todo estaba tan limpio. Me atacó muy airada, pero era sólo una defensa para ocultar sus remordimientos. Yo no podía comprender por qué no la mandaba de una puñetera vez a la mierda. Me era inexorablemente infiel. Se iba por ahí con el primero que se encontraba en un bar, cuanto más guarro y miserable fuera, mejor. Continuamente utilizaba nuestras peleas para justificarse. Yo no dejaba de repetirme que ninguna mujer del mundo era una puta, sólo la mía»

3 de abril de 2013

10/11/12 La trece catorce.

Ayer murió mi mejor amigo. Lo atropelló el coche de un diplomático que giraba la calle mientras él cruzaba el paso de cebra.

Esta mañana vinieron algunos periodistas a hacerme unas preguntas por eso del morbo, la ironía y la demagogia. Nunca he sido de mucho llorar, o al menos sólo por épocas en las que lo lloro todo y no vuelvo a hacerlo en varios meses —tal y como está la vida eso es un mérito, aunque todo va por dentro, ya se sabe—. Así que accedí totalmente inexpresivo y con un suave tono de voz les regalé la exclusiva que no estaban esperando:

—No le culpo por matar a mi mejor amigo. Le podría haber pasado a cualquiera, pero es duro. Con la cantidad de malas personas que pululan por ahí haciendo daño a los demás y tienen que atropellar a una gran persona. El mundo ha perdido más que ha ganado. Se ha ido uno de los mejores. No es un tópico, es la pura verdad.

—¿Entonces culpa al señor Valcárcel de ejercer erróneamente la violencia?

Putos periodistas. La mitad barriendo para casa sin escuchar. Me ardía la sangre, pero puse cara de póquer y le mandé a la mierda sin contemplaciones. Ya tenía su titular y yo mi cara en una columna en portada. Pero por si acaso agarré el micrófono arrebatándoselo de la mano izquierda al que me hizo la pregunta y lo estrellé contra el suelo. Luego lo pisoteé mientras cuatro o cinco de los siete periodistas me llamaban facha. Creo que luego se unieron algunos vecinos que pasaban por ahí y aportaron su granito de arena gritándome "asesino".

Abrí el portal y me fui sin despedirme ni dar las gracias. Subí las escaleras rumbo a mi cama, me tumbé en posición fetal y lloré como un idealista frustrado. Tres minutos después me limpié las lágrimas con la manga, pensé en Cortázar, se me ocurrió una historia y escribí esto.

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«No me dejan... ¡No puedo ser... bueno!—balbuceé a duras penas»

29 de marzo de 2013

Retrogreso*.

*Hace un par de meses me presenté a mi primer concurso de relato breve. Ésta fue mi participación:

Lo primero en desaparecer fueron los libros en papel. Y no por imposición, sino por simple obsolescencia inherente al propio y rápido desarrollo de la ciencia. Ahora, personas como Romeo, tenían que conformarse con leer poniéndose una maldita máscara que imitaba al libro en formato físico, olor a viejo y sonido al pasar las hojas incluidos. Pero no le llenaba.

Pensaba esto mientras leía ‘Un mundo feliz’ con ese dichoso artilugio. Se sentía contradictorio y tan paradójico como el título de la novela si era relacionado con su contenido. La ciencia se nos vendía como progreso y calidad de vida y, más bien, lo que estábamos haciendo era retroceder a medida que comprábamos nuestra esclavitud. Todo implícito.

Romeo se levantó de la cama y decidió salir a dar un paseo, aunque sólo fuera por salir de casa. Sabía por los libros que tiempo atrás las personas se valían de los paseos para despejar la mente, pero hoy en día era imposible. Al coger su abrigo, la puerta de su casa se abrió y una voz femenina le avisó de tal acción. Romeo puso una mueca y salió.

Mientras caminaba pensando en esto jugueteaba con los dedos dentro del bolsillo. Acariciaba su coche, un cubo de tres por tres centímetros que al pulsarlo y lanzarlo al asfalto se desencajaba y aumentaba de tamaño hasta tomar la forma de un modelo de un coche de 1969. Sonaba bien, pero la felicidad tenía que ser algo más.

Desde que tuvo conciencia de sí mismo Romeo siempre supo que había nacido en una época equivocada. Parecía que la tecnología había llegado para colmar de alegría y comodidad a la humanidad, pero lo cierto es que cada vez se daban más casos de locura entre el gentío mundial. Los pobres infelices que se lo podían permitir probaban con esas realidades tridimensionales que costaban lo que antaño podía costar un jet privado. Al ejecutarlas uno podía seleccionar el ecosistema y, automáticamente, captar todo tipo de olores y tactos propios de dicho ecosistema, pero lo cierto es que aquellos aromas y texturas seguían siendo artificiales, entre otras cosas, porque el que entraba en esas realidades en el fondo sabía que ésas no eran sus realidades.

Y claro, esto lo hacía quien disponía de un elevado capital—las diferencias sociales producto de la economía permanecían intactas y relucientes—, pero el grueso de la población no tenía más remedio que soportarlo o enloquecer en el intento, hasta tal punto que algunos se tiraban desde lo alto de los rascacielos reconvertidos en viviendas porque se decía—desconozco quién podía haber comunicado esto—que era la única forma de sentirse felizmente vivo por un instante. El instante que va desde que un cuerpo A de masa m se lanza al vacío hasta que revienta en fuegos artificiales contra otro cuerpo B completamente inamovible y de masa mucho mayor llamado suelo.

Y para colmo, existía una anécdota respecto a esto que se resume en que, un buen día, un caminante vio a otro sujeto volar y estrellarse y el primero de éstos aseguró hasta el momento de su muerte a todo el que le preguntaba que aquel sujeto volador estuvo sonriendo durante toda su caída.

Caída libre.

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25 de marzo de 2013

La supervivencia de las malas especies.

Ahora que lo pienso en frío quizá fue el exceso, aunque eso ya da igual. La enfermera me ha traído algo de cenar demasiado pronto y lo he comido sin ganas, forzando. Sopa de fideos, judías verdes con patata cocida, un poco de pan y agua mineral. Creí que estaría soso. No fue así, pero sin hambre tampoco me supo a gloria.

Es la una de la madrugada. Hace un par de horas llamé a la enfermera y le pedí amablemente una libreta y un bolígrafo de tinta azul. Me miró raro, pero al cabo de unos minutos me trajo ambos. Al darle las gracias observé sus ojos. No era demasiado guapa, pero sus ojos me transmitieron paz, bondad y un poco de tristeza. Quise abrazarla, pero simplemente sonrió al escucharme y se marchó. Estuve unos minutos pensando en ella y en mi obsesión con las personas con conflictos. Como si gran parte de mis amores se basaran primero en la protección y salvamento para más tarde pasar al romanticismo masoquista y la decepción. Una especie de cariño paternal. Una ONG con patas. Un psicólogo enamorado de su paciente. Estuve meditando sobre eso, como digo.

La verdad, me resulta imposible dormir en estos sitios por más que quiero. Odio los hospitales. La habitación es acogedora y la camilla es cómoda comparada con otros hospitales en los que he estado, pero estoy deseando irme de aquí. A veces tengo la impresión de que oigo los quejidos de una anciana de madrugada. Y, aunque me duele la cabeza, preferiría que vinieran a casa a curarme las heridas.

Quién me mandaría a mí hacer justicia. Ahora yo estoy aquí y ese malnacido probablemente esté ahora presumiendo delante de sus amigos malnacidos mientras se mete una raya de coca en el baño de una discoteca de mala muerte rodeado de otros como él. La policía nunca está cuando la necesitas y viceversa. Pero no pude evitarlo y no puedo asegurar que no lo volvería a hacer porque cada vez estoy más en contra del mundo por no estar con él. A lo mejor no es la manera correcta de ir a contracorriente; lo correcto siempre debería ser justo, pero lo justo no siempre es lo correcto. Son dilemas de idealista, pero 6-6. Menudo cretino. Como si no hubiera visto que la mayoría de bolas no se habían jugado. Y le pregunto con toda mi buena intención «cuánto vais» y me mira y responde «6-6» con sorna, la sonrisa torcida y su cara de escoria humana. Y claro, no pude contenerme. Llevaba ya recorridos unos cuantos centilitros de cerveza como para aguantar sarcasmos de ese tipo, así que le respondí que era muy gracioso retándole a un duelo de sarcasmos y lo que surgiera. Me miró mientras jugaba sin soltar las manos de los manillares, y mis amigos, que eran sus rivales en la partida de futbolín, me llamaron por mi nombre como intentando tranquilizarme y algo sorprendidos por mi arrebato justiciero, ya que yo siempre he sido un tipo pacífico o cobarde, según se mire, o reflexivo, que diría Dostoyevski, de ésos que no hacen nada de tanto reflexionar, o de ésos critican desde el sofá o cuando ya ha pasado la ocasión de pegar un par de puñetazos bien dados. El compañero del malnacido graciosillo se empezó a reír socarronamente como sabiendo ya lo que se venía después. «¿Sabes con quién estás hablando?». Ni lo sabía ni me importaba, ya estaba decidido. Le contesté que «probablemente con un gilipollas» y quise ser más rápido que su maldad innata: intenté abrirle la cabeza con el tercio de cerveza que llevaba en la mano. Evidentemente, ninguno de los dos estaba sobrio, pero el inexperto era yo. Me esquivó inclinándose a un lado a la vez que me soltaba un puñetazo que, por suerte, no me alcanzó en la mandíbula. A continuación, nos agarramos y forcejeamos como dos estúpidos borrachos. Aproveché para soltarle un cabezazo en la nariz que no debió de impactarle del todo bien porque lo siguiente que recuerdo es un golpe muy fuerte en la cabeza, ruido de cristales y una serie de patadas en las costillas, más una en la cara, que recibí estando ya en el suelo. Oí gritos. Me recogió en la puerta del bar La Varita una ambulancia a la que llamaron mis amigos y, una vez aquí, cosido, dolorido y magullado me resigné a aceptar que no soy un héroe de película y tal vez nunca lo sea. Al menos, no de esta manera.

Eso ocurrió anoche. Creo que mañana me darán el alta. Sé que ya no me queda alcohol en la sangre porque tengo miedo. Tengo miedo a que ese cabrón me vea por la calle en el barrio y me vuelva a mandar al hospital. Y qué injusto me parece. Suena infantil e inmaduro, pero supongo que al final siempre ganan los malos. Aún me parece un tópico, pero claro, tampoco soy quién para juzgarle. Al fin y al cabo soy yo el que casi le abre la cabeza con una botella de cristal con tal de hacer mi justicia ideal.

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14 de febrero de 2013

Cuidado.

Se acercó a su cama sin hacer ruido. Lentamente. A pesar de que la luz estaba apagada, sus pupilas ya se habían dilatado y podía intuirle ahí tumbado y arropado en posición fetal mirando hacia donde ella se encontraba ahora mismo, a sólo unos centímetros.

Entonces, empezó a respirar por la boca y un poco más fuerte de lo normal. Aspiraba y expiraba sin patrón alguno. Abría la boca en forma "a" y expiraba. Apagaba el sonido rápidamente juntando los labios levemente y entonces volvía a aspirar con la boca en forma de "e", volvía a juntar los labios y aspiraba esta vez formando una "i". Repetía el proceso alternando duraciones, tipos de respiración y formas bucales con vocales.

Mientras emitía estos sonidos similares a psicofonías intentaba no echarse a reír. Lo estaba haciendo realmente bien porque de repente se despertó de un salto gritando y agitando los brazos hasta que un puño le golpeó certeramente en la sien y dio a parar con la nuca en la llave del radiador.

Ella ya no recuerda más. Él sí. Primero preguntó por su nombre, mientras su corazón recuperaba el ritmo normal de latidos. Después empezó a asustarse porque no contestaba y había oído un golpe seco, por no hablar de su puño. Bajó de la cama y le dio la impresión de dar a algo con el pie. Luego, un vuelco. Volver a llamarla sin obtener respuesta y encender la luz. Y zarandear. Y gritar.

Mamá escuchó los gritos. Papá escuchó los gritos. Todos los vecinos escucharon los gritos mientras se les erizaba el pelo. Algunos maldijeron. Pero nadie como él pudo ver a mamá en el umbral de su habitación con la cara descompuesta al ver a su pequeña totalmente inmóvil y arrancada de la vida. Y nadie cargó toda su vida con la culpabilidad de haber matado a su hermana. Menos él.

17 de diciembre de 2012

La pelota.

El muchacho estaba ilusionado.
 
Aquellas navidades la vida le había regalado un balón de fútbol, no, el mejor balón de fútbol del mundo (¡cómo botaba!, ¡qué colores y perfección en las costuras!, qué blandito y suave al tacto), y eso le hacía muy feliz.
 
El muchacho estaba muy ilusionado. Se divertía jugando con él, le chutaba duro, volaba por el aire y el chico le miraba, lanzaba una falta sin barrera y ahora era la pelota quien le observaba a él expectante. Juntos aprendieron mucho el uno del otro. Lo pasaron muy bien con amigos. Vivieron enero, febrero y marzo, y para abril ya se sabían hacer todo tipo de malabares. 
 
El jovenzuelo recuerda un día de mayo, en el que disparó tan fuerte y seco que la pelota no rotó sobre sí misma ni un milímetro en su trayecto hacia la portería. Entonces golpeó en el larguero produciendo ese sonido tan característico que le hace a uno eyacular adrenalina, cambió de dirección, botó con fuerza en la línea de gol y entró en la portería. Al coger la pelota de entre las redes le dio la impresión de que hasta ella sonreía por lo bonito de la imagen.
 
Un día como tantos otros, el muchacho bajó al parque con su balón debajo del brazo y sus andares ilusos. Y tras echar unos tiros, la patada fatal. Un rebote inesperado, una zarza ansiosa por pinchar. El drama. La misión de salvamento. La revisión, el parte de daños. Responsables.
 
Poco a poco el balón comenzó a desinflarse. El pobre muchacho ya no estaba ilusionado. Subió a casa, lloró a su mamá, maldijo la patada fatal. Ella le decía es sólo una pelota, pero el pequeño quería esa pelota. Miraba su silueta y ya no era lo mismo. Aún así, la llevaba, descosida por el uso, pinchada para siempre.
 
Pasaron semanas. Los otros niños se reían y exhibían sus balones. A nuestro chico le daban igual los demás, pero aunque lo intentaba, no había bomba que devolviera a la pelota a su estado original. Al principio, relucía como nueva y un atisbo de esperanza inundaba al pequeño, pero a los pocos minutos volvía a ser una moribunda silueta de esfera podrida.
 
Una noche de diciembre, el muchacho vestido con su tristeza y acompañado del balón chutó tan mal que éste pasó por encima de la portería perdiéndose en la oscuridad.
 
Primero, se asustó. Después, únicamente observó el infinito hacia el que se había precipitado la pelota. Entonces, se dio la vuelta y emprendió la marcha a casa solo mientras le resbalaban las lágrimas por las mejillas y retumbaba en su cabeza un desasosegante y doloroso por qué.
17-12-2012

12 de diciembre de 2012

Una visita al chaladólogo.

Aarón llevaba toda la tarde buscando en Internet las causas de sus síntomas y lo único que había conseguido era ponerse aún peor. Apagó el ordenador, cogió su gabardina del perchero tras la puerta de su habitación y salió con lo puesto y a toda prisa hacia la clínica más cercana.
 
—Mire, doctor—los largos minutos que pasó en la sala de espera, o al menos eso le pareció a él, le sirvieron para pensar en cómo exponer el problema al chaladólogo y para ponerle aún más nervioso si cabe—. Llevo unas semanas tremendamente preocupado porque me siento muy raro.
 
—Cuénteme—el de la bata blanca puso cara de resignación y comenzó a mirarle de soslayo porque ya sabía perfectamente cuál era el problema de ese tipo descuidado que había entrado en su consulta.
 
—Siempre he sido un poco peculiar emocionalmente, sobre todo los domingos, ya sabe, pero últimamente debe haberse acentuado mi sensibilidad porque echo de menos las discusiones de pareja. Puede sonarle extraño, pero es verdad. Echo de menos lo turbulento, el humor negro en medio de la situación. He probado a automedicarme con lo que me recetó el doctor Constelo para mi habilidad en echar de menos en tiempo récord hace un año aproximadamente y nada. No sé qué hacer.
 
—Mire, a usted lo que le pasa es tan simple como esto—se reclinó en su silla y entrecruzó los dedos de ambas manos sobre su regazo—. En cuanto le he visto entrar por la puerta le he calado. Lo que usted padece es un cuadro severo de melancogilitis nostálgica.
Aarón puso cara de cuadro al oír el nombre del otro cuadro, el suyo.
 
—Por lo que puedo deducir, se debe a que, pese a que lo intenta, ya que según veo en su historial le gustan el cine y la literatura, su vida está pasando por un momento de escasez. Escasez vital. Esto, unido a su síndrome de Diógenes, en concreto la rama emocional del mismo, más la dramadicción innata o masoquismo que aún no ha superado, ha provocado la aparición repentina de este cuadro en esta etapa de su vida que coincide con la habitual crisis existencial de los 20 años, que ha sido el factor desencadenante. Por cierto, no se automedique.
 
Como se había quedado en lo de "escasez vital", Aarón fue al grano y le preguntó:
 
—¿Y qué debo hacer para curarme?
 
Ah, la eterna pregunta. Para empezar lo que usted debería hacer es ser menos asocial, relacionarse, perder un poco la timidez. Luego, también debería aprender a quererse a sí mismo para luego poder amar a los demás. Y es importante que tenga en cuenta que es más importante la calidad que la cantidad. Lo dijo un sabio: no ame mucho, ame bien. Y empiece a ser responsable, que ya tiene usted una edad, hombre. Con un poco de esfuerzo le desaparecerá la crisis existencial. Y si encima tiene usted suerte, que la tiene, no se autocompadezca, tal vez conozca a una gran mujer por el camino.
 
Aarón se había quedado con todo. Había salido de la consulta totalmente renovado y esperanzado, y eso que odiaba los hospitales. Ahora que terminaba el día y el año se proponía metas (las promesas sólo las hacía si estaba seguro de que podía cumplirlas). Pero ya se sabe, las mejores metas se las propone uno antes de dormir y en vísperas de un nuevo año, y luego vaya usted a saber.
 
Fue entonces cuando pensó en el típico tópico "no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy" y se le ocurrió que quizás, al momento de cambiar le pasaba exactamente lo mismo.

20 de noviembre de 2012

Sin título: conversación de un día cualquiera entre una pareja sin nombre.

«Si el lector lo prefiere, puede considerar el libro como obra de ficción. Pero siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que fueron antes contadas como hechos»
 
—El caso es que uno tiene que hacer lo correcto simplemente porque es lo correcto, aunque a menudo lo correcto no sea lo mismo que lo justo.
 
En medio de la conversación te solté esto. Estábamos como muchas otras veces tumbados en tu cama después de haber visto una película en el salón. Cuando acabó la comentamos brevemente, nos besamos y, sin mediar palabra, decidimos trasladarnos a un lugar más cómodo. Era el previo, pero para variar me empecé a poner filósofo.
 
—¿Y qué diferencia hay?—me preguntaste.
 
—Lo correcto siempre está un paso por delante de lo justo.
 
—Mmm… —dudaste—. Yo siempre he pensado que la justicia era como algo máximo en la vida, como una especie de objetivo final.
 
—Yo pensaba lo mismo, pero anoche me dio por darle vueltas y llegué a la conclusión de que tiene más valor ser correcto que ser justo—aunque intentaba alternarlo con mirarte, lo normal era que, mientras hablaba, estuviera atravesando el techo de tu habitación para concentrarme mejor en lo que te decía.
 
—Ah.
 
Giré mi cabeza en la almohada hacia la derecha. Me mirabas sonriendo y te brillaban un montón los ojos. Los míos debían de ser un espejo.
 
—Te estoy aburriendo, ¿verdad?—me sentí un poco culpable.
 
—No, tonto—sonreíste—. Me gusta escuchar tus monólogos—y me diste un beso.
 
—Ya sabes que a veces soy un pesado, pero te quiero—reí avergonzado.
 
Me incorporé y me tumbé encima de ti apoyándome sobre los codos.
 
—Por ejemplo, para que lo entiendas—volví a la carga, pero sabiendo que había que finiquitar esto por hoy—. Si tú me dieras un beso como el de ahora y yo a ti no, estaría siendo injusto. Si por el contrario, te devuelvo ese beso, estaría siendo justo. Pero, y aquí viene la clave, lo bueno, escucha atentamente—me divertía mucho todo esto—. Si yo ahora te devolviera ese beso, te hiciera el amor como nunca te lo han hecho y mañana por la mañana, mientras aún duermes, te hiciera un capuccino con un croissant a la plancha con mantequilla y mermelada para despertarte cuando te lo llevara a la cama, estaría haciendo lo correcto.
 
Te empezaste a reír y en mis oídos creo que alguien empezó a bailar con el sonido de tu risa.
 
—Creo que te has desviado de la conversación y tus argumentos empiezan a flojear, pero me gusta—me seguiste el juego verbalmente y me volviste a besar—. No obstante, uno tiene que hacer lo correcto simplemente porque es lo correcto.
Y lo hice.
 
«Leí el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y se había marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza»
 
20/11/2012
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