27 de mayo de 2013

Historia de una mujer que no sabía follar.

Mi mujer era una puta. Y la verdad, para ser tan puta, cuando la conocí follaba bastante mal. Yo la decía, baila un poco, pónmela rígida, pero la rígida era ella y su cadera robótica.

Pasé varios meses soportando esta situación cada vez que entrábamos en materia, y eso era muy a menudo. Me preguntaba cómo podía querer follar con ella si en realidad no me ponía verdaderamente cachondo.

Terminé dejándola de puro aburrimiento.

Unos meses después volví en un arrebato de estupidez y lujuria y qué sorpresa la mía al descubrir que ahora era una máquina de follar bien. Con el tiempo fue una máquina de follar mejor y era un placer meternos en la cama a todas horas. Empecé a plantearme tras cada polvo que tal vez ya entendió mi lección. También se pasaba por mi mente mientras se me apagaban los orgasmos que a lo mejor lo aprendió con otros, y entonces sentía como si una mano invisible me apuñalara los genitales con saña.

A medida que pasaba el tiempo, llegar al éxtasis se antojaba más difícil y comenzamos a experimentar con el sadomasoquismo. Pero al final se nos volvió contraproducente e insostenible y los golpes empezaron a doler. La montaña de planes se vino abajo en una estocada y ya nadie allí quería construir un nuevo futuro en una escombrera.

Lo único que me parecía razonable a esas alturas era sumar una espada a mi escudo y marcharme sin mirar atrás, rumbo al norte, para aprender a hacer la guerra. Así hice, y aún me consuela pensar que ella, aunque aprendió a follar, se marchó al sur desarmada para aprender a hacer el amor, pero casi que prefiero no hacerlo y cerrar en este punto su historia.

Aquí al otro lado del muro no hay mujer por la que merezca la pena morir de gusto.

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