23 de octubre de 2013

Historias de cine.

Me gustaba el cine, mejor solo que mal acompañado, y por aquel entonces un conocido me ofreció hacer una película independiente y de bajo presupuesto. Tenía contactos en el mundillo, así que acepté formar parte del reparto. Lorena también aceptó. Ella y yo estábamos juntos en aquella época, así que hacíamos que veíamos películas los domingos de invierno; disimulábamos bien las ganas que teníamos de meternos mano en cualquier lugar. Por eso, nos aventuramos a hacer algo relacionado con lo que nos gustaba a ambos, a pesar de que lo más probable es que el filme acabase siendo una auténtica basura.

En su afán por ser un director diferente, novedoso o gilipollas, este conocido mío puso como condición que nunca coincidiéramos más de dos personas, incluido él, en el set, si no abandonaba y todo eso. Por supuesto esto significaba que siempre sólo había un actor en el lugar del rodaje. Todos estuvimos de acuerdo como borregos cineastas.

Una mañana, Elena, que también formaba parte del elenco de novatos intérpretes, hábilmente, me llamó a casa para salir a tomar un café o unas cervezas mientras Lorena rodaba. En un arrebato de compañerismo idiota dije .

—Lorena me ha dicho cómo de gorda y grande la tienes. Aprovechemos ahora que ella no está.

Tardó como veinte minutos de conversación en soltarme esto y la verdad, me puse muy cachondo y luego nervioso y más tarde borracho y lo siguiente que recuerdo con claridad es que acabamos en mi casa, tumbados en la cama, bien jodidos. Lo hicimos dos veces más en la mañana. Y podría haber seguido así también toda la tarde chupándole los pezones y empalándola con mi mandoble escocés, pero dijo que no se quedaba a comer, que ya andaba servida. Cómo gemía la cerda, pensaba horas después, sentado en el sofá con unas endiabladas agujetas en el culo y los muslos.

La semana siguiente a mi desliz se me hincharon las narices y fui al set mientras rodaba Lorena. Me dio por ahí. La del director era una condición de tío imbécil. Ya estaba bien de tratarnos como si se creyera el Kubrick del barrio.

Me paseé con decisión, pero en silencio hacia donde oía ruido a través de los pasillos laberínticos del decorado que los contactos del iluminado habían montado en una nave industrial. Al llegar a una habitación ambientada en los años 30 me encuentro al ojete de él mirándome y las dos piernas de ella en el aire. Se estaban dando duro y la cámara estaba puesta. Sin llamar la atención la cogí y empecé a enfocarla el coño mientras las pelotas de él golpeaban con ritmo frenético su centro de éxtasis. Soy un loco raro. Me puse a ver cómo sufrían. Él le clavaba la lanza y ella gritaba con las piernas abiertas en un ángulo imposible. Bonita banda sonora original. A mayor profundidad, mayor placer gritado.

En un cambio de postura ella me vio y se tapó con las sábanas como si no la hubiese visto ya todo el mundo. Esbocé una sonrisa ácida. El Kubrick con alma de Rocco Sifredi se tumbó boca arriba al lado de ella sin taparse, con la confianza del que ya se siente ganador a partir del tercer polvo. Al menos su polla no era tan grande como la mía. Nunca entenderé a las mujeres.

—¡Saúl!

—¿Qué?

Me fui. Impasible. Lo mandé todo a la mierda. Y la verdad: me quedó muy artística la película. Quizá podría haber sido un buen cámara, de esos que captan la esencia de lo que no se dice en una escena. Pero ya no quiero saber nada del cine. Me gustaba. Y el porno. Pero ahora no veo películas y me masturbo con novelas de Bukowski. No sería plato de buen gusto para mí ver en el ordenador por sorpresa mi creación.

 

 

PD: Elena no me volvió a llamar. Quizás no le gustó que la embistiese por detrás. Pero cómo gemía la guarra mientras lo hacía. El cine tal vez, pero las mujeres... Nunca entenderé a las mujeres.

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