17 de diciembre de 2012

La pelota.

El muchacho estaba ilusionado.
 
Aquellas navidades la vida le había regalado un balón de fútbol, no, el mejor balón de fútbol del mundo (¡cómo botaba!, ¡qué colores y perfección en las costuras!, qué blandito y suave al tacto), y eso le hacía muy feliz.
 
El muchacho estaba muy ilusionado. Se divertía jugando con él, le chutaba duro, volaba por el aire y el chico le miraba, lanzaba una falta sin barrera y ahora era la pelota quien le observaba a él expectante. Juntos aprendieron mucho el uno del otro. Lo pasaron muy bien con amigos. Vivieron enero, febrero y marzo, y para abril ya se sabían hacer todo tipo de malabares. 
 
El jovenzuelo recuerda un día de mayo, en el que disparó tan fuerte y seco que la pelota no rotó sobre sí misma ni un milímetro en su trayecto hacia la portería. Entonces golpeó en el larguero produciendo ese sonido tan característico que le hace a uno eyacular adrenalina, cambió de dirección, botó con fuerza en la línea de gol y entró en la portería. Al coger la pelota de entre las redes le dio la impresión de que hasta ella sonreía por lo bonito de la imagen.
 
Un día como tantos otros, el muchacho bajó al parque con su balón debajo del brazo y sus andares ilusos. Y tras echar unos tiros, la patada fatal. Un rebote inesperado, una zarza ansiosa por pinchar. El drama. La misión de salvamento. La revisión, el parte de daños. Responsables.
 
Poco a poco el balón comenzó a desinflarse. El pobre muchacho ya no estaba ilusionado. Subió a casa, lloró a su mamá, maldijo la patada fatal. Ella le decía es sólo una pelota, pero el pequeño quería esa pelota. Miraba su silueta y ya no era lo mismo. Aún así, la llevaba, descosida por el uso, pinchada para siempre.
 
Pasaron semanas. Los otros niños se reían y exhibían sus balones. A nuestro chico le daban igual los demás, pero aunque lo intentaba, no había bomba que devolviera a la pelota a su estado original. Al principio, relucía como nueva y un atisbo de esperanza inundaba al pequeño, pero a los pocos minutos volvía a ser una moribunda silueta de esfera podrida.
 
Una noche de diciembre, el muchacho vestido con su tristeza y acompañado del balón chutó tan mal que éste pasó por encima de la portería perdiéndose en la oscuridad.
 
Primero, se asustó. Después, únicamente observó el infinito hacia el que se había precipitado la pelota. Entonces, se dio la vuelta y emprendió la marcha a casa solo mientras le resbalaban las lágrimas por las mejillas y retumbaba en su cabeza un desasosegante y doloroso por qué.
17-12-2012

2 comentarios:

I.L* dijo...

Escribes tan bonito!.No hay texto tuyo que me pase desapercibido.Transmites algo especial que al leerlo hace sentir bien. Es un placer leerte :)

Rubén dijo...

Muchas gracias, Irene :)

Al fin y al cabo, transmitir algo a las personas que te leen es lo mínimo que espera uno cuando escribe ;)

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