25 de marzo de 2013

La supervivencia de las malas especies.

Ahora que lo pienso en frío quizá fue el exceso, aunque eso ya da igual. La enfermera me ha traído algo de cenar demasiado pronto y lo he comido sin ganas, forzando. Sopa de fideos, judías verdes con patata cocida, un poco de pan y agua mineral. Creí que estaría soso. No fue así, pero sin hambre tampoco me supo a gloria.

Es la una de la madrugada. Hace un par de horas llamé a la enfermera y le pedí amablemente una libreta y un bolígrafo de tinta azul. Me miró raro, pero al cabo de unos minutos me trajo ambos. Al darle las gracias observé sus ojos. No era demasiado guapa, pero sus ojos me transmitieron paz, bondad y un poco de tristeza. Quise abrazarla, pero simplemente sonrió al escucharme y se marchó. Estuve unos minutos pensando en ella y en mi obsesión con las personas con conflictos. Como si gran parte de mis amores se basaran primero en la protección y salvamento para más tarde pasar al romanticismo masoquista y la decepción. Una especie de cariño paternal. Una ONG con patas. Un psicólogo enamorado de su paciente. Estuve meditando sobre eso, como digo.

La verdad, me resulta imposible dormir en estos sitios por más que quiero. Odio los hospitales. La habitación es acogedora y la camilla es cómoda comparada con otros hospitales en los que he estado, pero estoy deseando irme de aquí. A veces tengo la impresión de que oigo los quejidos de una anciana de madrugada. Y, aunque me duele la cabeza, preferiría que vinieran a casa a curarme las heridas.

Quién me mandaría a mí hacer justicia. Ahora yo estoy aquí y ese malnacido probablemente esté ahora presumiendo delante de sus amigos malnacidos mientras se mete una raya de coca en el baño de una discoteca de mala muerte rodeado de otros como él. La policía nunca está cuando la necesitas y viceversa. Pero no pude evitarlo y no puedo asegurar que no lo volvería a hacer porque cada vez estoy más en contra del mundo por no estar con él. A lo mejor no es la manera correcta de ir a contracorriente; lo correcto siempre debería ser justo, pero lo justo no siempre es lo correcto. Son dilemas de idealista, pero 6-6. Menudo cretino. Como si no hubiera visto que la mayoría de bolas no se habían jugado. Y le pregunto con toda mi buena intención «cuánto vais» y me mira y responde «6-6» con sorna, la sonrisa torcida y su cara de escoria humana. Y claro, no pude contenerme. Llevaba ya recorridos unos cuantos centilitros de cerveza como para aguantar sarcasmos de ese tipo, así que le respondí que era muy gracioso retándole a un duelo de sarcasmos y lo que surgiera. Me miró mientras jugaba sin soltar las manos de los manillares, y mis amigos, que eran sus rivales en la partida de futbolín, me llamaron por mi nombre como intentando tranquilizarme y algo sorprendidos por mi arrebato justiciero, ya que yo siempre he sido un tipo pacífico o cobarde, según se mire, o reflexivo, que diría Dostoyevski, de ésos que no hacen nada de tanto reflexionar, o de ésos critican desde el sofá o cuando ya ha pasado la ocasión de pegar un par de puñetazos bien dados. El compañero del malnacido graciosillo se empezó a reír socarronamente como sabiendo ya lo que se venía después. «¿Sabes con quién estás hablando?». Ni lo sabía ni me importaba, ya estaba decidido. Le contesté que «probablemente con un gilipollas» y quise ser más rápido que su maldad innata: intenté abrirle la cabeza con el tercio de cerveza que llevaba en la mano. Evidentemente, ninguno de los dos estaba sobrio, pero el inexperto era yo. Me esquivó inclinándose a un lado a la vez que me soltaba un puñetazo que, por suerte, no me alcanzó en la mandíbula. A continuación, nos agarramos y forcejeamos como dos estúpidos borrachos. Aproveché para soltarle un cabezazo en la nariz que no debió de impactarle del todo bien porque lo siguiente que recuerdo es un golpe muy fuerte en la cabeza, ruido de cristales y una serie de patadas en las costillas, más una en la cara, que recibí estando ya en el suelo. Oí gritos. Me recogió en la puerta del bar La Varita una ambulancia a la que llamaron mis amigos y, una vez aquí, cosido, dolorido y magullado me resigné a aceptar que no soy un héroe de película y tal vez nunca lo sea. Al menos, no de esta manera.

Eso ocurrió anoche. Creo que mañana me darán el alta. Sé que ya no me queda alcohol en la sangre porque tengo miedo. Tengo miedo a que ese cabrón me vea por la calle en el barrio y me vuelva a mandar al hospital. Y qué injusto me parece. Suena infantil e inmaduro, pero supongo que al final siempre ganan los malos. Aún me parece un tópico, pero claro, tampoco soy quién para juzgarle. Al fin y al cabo soy yo el que casi le abre la cabeza con una botella de cristal con tal de hacer mi justicia ideal.

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