3 de abril de 2013

10/11/12 La trece catorce.

Ayer murió mi mejor amigo. Lo atropelló el coche de un diplomático que giraba la calle mientras él cruzaba el paso de cebra.

Esta mañana vinieron algunos periodistas a hacerme unas preguntas por eso del morbo, la ironía y la demagogia. Nunca he sido de mucho llorar, o al menos sólo por épocas en las que lo lloro todo y no vuelvo a hacerlo en varios meses —tal y como está la vida eso es un mérito, aunque todo va por dentro, ya se sabe—. Así que accedí totalmente inexpresivo y con un suave tono de voz les regalé la exclusiva que no estaban esperando:

—No le culpo por matar a mi mejor amigo. Le podría haber pasado a cualquiera, pero es duro. Con la cantidad de malas personas que pululan por ahí haciendo daño a los demás y tienen que atropellar a una gran persona. El mundo ha perdido más que ha ganado. Se ha ido uno de los mejores. No es un tópico, es la pura verdad.

—¿Entonces culpa al señor Valcárcel de ejercer erróneamente la violencia?

Putos periodistas. La mitad barriendo para casa sin escuchar. Me ardía la sangre, pero puse cara de póquer y le mandé a la mierda sin contemplaciones. Ya tenía su titular y yo mi cara en una columna en portada. Pero por si acaso agarré el micrófono arrebatándoselo de la mano izquierda al que me hizo la pregunta y lo estrellé contra el suelo. Luego lo pisoteé mientras cuatro o cinco de los siete periodistas me llamaban facha. Creo que luego se unieron algunos vecinos que pasaban por ahí y aportaron su granito de arena gritándome "asesino".

Abrí el portal y me fui sin despedirme ni dar las gracias. Subí las escaleras rumbo a mi cama, me tumbé en posición fetal y lloré como un idealista frustrado. Tres minutos después me limpié las lágrimas con la manga, pensé en Cortázar, se me ocurrió una historia y escribí esto.

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«No me dejan... ¡No puedo ser... bueno!—balbuceé a duras penas»

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