Mirando al
techo estaba. Inmóvil como un muerto. Los brazos reposando inertes a ambos
lados de su cuerpo, la mirada perdida, fija en aquel mar blanco. Le observé
largos segundos sin que se percatara de mi presencia en el umbral de su puerta.
Pensé en decirle algo, pero, en cierto modo, me aterraba oír una respuesta de
ese ser yacente que ahora era mi hijo. Rechacé la idea y, en su lugar, fui al
salón, donde mi padre se balanceaba, como todos los domingos desde que podía
recordar, en su vieja mecedora.
Aparentaba ver la
televisión, pero yo sabía que jamás le interesaron las cosas que en ella se
decían los domingos por la tarde. Cogí unos cacahuetes del cuenco que tenía
sobre la mesita que estaba junto al sofá.
—Daniel está ahí
tumbado en su cama como un pasmarote mirando al techo —le comenté
mientras masticaba. El viejo, sin apartar la vista del televisor, sólo emitió
un sonido nasal para darme a entender que me había oído—. Está como
muerto —insistí.
—La forja del filósofo.
Fue lo único que dijo, y
después cogió también unos cacahuetes. En ningún momento me miró.
—En serio, papá —dejé
de comer y traté de atraer su atención—. Voy a apagar la tele. Sé que no
la estás viendo.
—¿Eh? —dijo
mientras giraba el cuello para mirarme por primera vez en lo que iba de
conversación—. No le pasa nada. No te preocupes —comentó con
desgana y alargando las sílabas—. Tu padre se pasaba las tardes mirando
al techo y aquí está —sonrió para tranquilizarme y fue a coger más
cacahuetes, pero su mano se detuvo al contemplar un cuenco vacío.
Intercambiamos otra sonrisa y volvió de nuevo la cabeza.
No del todo convencido con
la opinión del viejo decidí ir a hablar con Rosi. Las madres siempre sabían más
de estas cosas. Recogí el recipiente de vidrio antes de abandonar el comedor.
Papá era demasiado raro.
Rosi estaba en nuestra
habitación.
—¿Has visto a
Daniel?
—No —contestó—.
¿Qué pasa?
Le expliqué la situación.
—Vamos a verlo —comentó
con toda la calma que puede exhibir una madre cuando al parecer uno de sus
hijos está enfermo.
—¿Te ocurre algo,
hijo? —le preguntó Rosi al descubrirlo tumbado y como triste—.
¿Tienes fiebre? —y le ponía la mano en la frente para ver si estaba
caliente.
—Déjame, mamá. No me
pasa nada —se quejaba mientras trataba de zafarse de las manos de su
madre.
—A este niño le pasa
algo. Voy a por un termómetro ahora mismo —dijo tras varios intentos en
vano.
Aproveché la ocasión para
preguntarle a Daniel en privado.
—¿De verdad, hijo,
estás bien? ¿Qué pasa?
—Nada, papá —respondió
con voz pastosa. Pero seguía mirando al techo. Miré yo también hacia arriba,
pero allí no vi nada que me llamara la atención.
—¿Es por una chica?
—No.
—¿Por qué no juegas
con tus juguetes?
—Eso no importa —afirmó.
Aquello era grave. Con cinco
años no se dicen esas cosas. Mientras dudaba qué decir, Daniel tomó la
iniciativa.
—Papá, ¿por qué hay
tanta gente gritando en la tele?
—Eh… —no me
esperaba eso—. No sé, porque están enfadados, supongo.
—¿Y por qué están
enfadados?
—Pues por dinero,
injusticias, porque hay gente mala… —no adivinaba por dónde iba mi hijo
y eso me incomodaba.
—¿Y los que gritan
son gente mala?
—Puede que algunos.
¿Por qué?
—¿Y por qué si son
gente mala gritan a otros que también son gente mala?
No tuve más remedio que
decirle que no conocía la respuesta. Entonces se incorporó rápidamente y
mirándome enloquecido empezó a agitar los brazos en el aire mientras no paraba
de reprocharme con voz alterada:
—¿Lo ves, papá? ¡El
abrusurdo, papá!
Luego se calmó, volvió a
tumbarse y se giró dándome la espalda antes de añadir resignado:
—Dice el abuelo que
al final de muchos porqués siempre está el abrusurdo.
En ese mismo momento torcí
la cabeza y allí estaba Rosi, plantada en la puerta, fulminándome con la
mirada.
—El niño, ¡que nos
ha salido filósofo! —exclamó.
—En estos tiempos
faltos de hombres de acción… ¡Acabáramos! —gritó el viejo desde el
salón.
—Papá, ¿qué le has
dicho al niño?
—La verdad —aseguró
con firmeza.
Ahora que lo pienso, recuerdo
aquello que siempre decía mi padre, años ha, las tardes dominicales en que de adolescente me
arrastraba por el piso:
—Domingo tarde, del
pensador amanecer.