27 de mayo de 2016

El domingo forja.

Mirando al techo estaba. Inmóvil como un muerto. Los brazos reposando inertes a ambos lados de su cuerpo, la mirada perdida, fija en aquel mar blanco. Le observé largos segundos sin que se percatara de mi presencia en el umbral de su puerta. Pensé en decirle algo, pero, en cierto modo, me aterraba oír una respuesta de ese ser yacente que ahora era mi hijo. Rechacé la idea y, en su lugar, fui al salón, donde mi padre se balanceaba, como todos los domingos desde que podía recordar, en su vieja mecedora.
Aparentaba ver la televisión, pero yo sabía que jamás le interesaron las cosas que en ella se decían los domingos por la tarde. Cogí unos cacahuetes del cuenco que tenía sobre la mesita que estaba junto al sofá.
Daniel está ahí tumbado en su cama como un pasmarote mirando al techo —le comenté mientras masticaba. El viejo, sin apartar la vista del televisor, sólo emitió un sonido nasal para darme a entender que me había oído—. Está como muerto —insistí.
La forja del filósofo.
Fue lo único que dijo, y después cogió también unos cacahuetes. En ningún momento me miró.
En serio, papá —dejé de comer y traté de atraer su atención—. Voy a apagar la tele. Sé que no la estás viendo.
¿Eh? —dijo mientras giraba el cuello para mirarme por primera vez en lo que iba de conversación—. No le pasa nada. No te preocupes —comentó con desgana y alargando las sílabas—. Tu padre se pasaba las tardes mirando al techo y aquí está —sonrió para tranquilizarme y fue a coger más cacahuetes, pero su mano se detuvo al contemplar un cuenco vacío. Intercambiamos otra sonrisa y volvió de nuevo la cabeza.
No del todo convencido con la opinión del viejo decidí ir a hablar con Rosi. Las madres siempre sabían más de estas cosas. Recogí el recipiente de vidrio antes de abandonar el comedor. Papá era demasiado raro.
Rosi estaba en nuestra habitación.
¿Has visto a Daniel?
No —contestó—. ¿Qué pasa?
Le expliqué la situación.
Vamos a verlo —comentó con toda la calma que puede exhibir una madre cuando al parecer uno de sus hijos está enfermo.
¿Te ocurre algo, hijo? —le preguntó Rosi al descubrirlo tumbado y como triste—. ¿Tienes fiebre? —y le ponía la mano en la frente para ver si estaba caliente.
Déjame, mamá. No me pasa nada —se quejaba mientras trataba de zafarse de las manos de su madre.
A este niño le pasa algo. Voy a por un termómetro ahora mismo —dijo tras varios intentos en vano.
Aproveché la ocasión para preguntarle a Daniel en privado.
¿De verdad, hijo, estás bien? ¿Qué pasa?
Nada, papá —respondió con voz pastosa. Pero seguía mirando al techo. Miré yo también hacia arriba, pero allí no vi nada que me llamara la atención.
¿Es por una chica?
No.
¿Por qué no juegas con tus juguetes?
Eso no importa —afirmó.
Aquello era grave. Con cinco años no se dicen esas cosas. Mientras dudaba qué decir, Daniel tomó la iniciativa.
Papá, ¿por qué hay tanta gente gritando en la tele?
Eh… —no me esperaba eso—. No sé, porque están enfadados, supongo.
¿Y por qué están enfadados?
Pues por dinero, injusticias, porque hay gente mala… —no adivinaba por dónde iba mi hijo y eso me incomodaba.
¿Y los que gritan son gente mala?
Puede que algunos. ¿Por qué?
¿Y por qué si son gente mala gritan a otros que también son gente mala?
No tuve más remedio que decirle que no conocía la respuesta. Entonces se incorporó rápidamente y mirándome enloquecido empezó a agitar los brazos en el aire mientras no paraba de reprocharme con voz alterada:
¿Lo ves, papá? ¡El abrusurdo, papá!
Luego se calmó, volvió a tumbarse y se giró dándome la espalda antes de añadir resignado:
Dice el abuelo que al final de muchos porqués siempre está el abrusurdo.
En ese mismo momento torcí la cabeza y allí estaba Rosi, plantada en la puerta, fulminándome con la mirada.
El niño, ¡que nos ha salido filósofo! —exclamó.
En estos tiempos faltos de hombres de acción… ¡Acabáramos! —gritó el viejo desde el salón.
Papá, ¿qué le has dicho al niño?
La verdad —aseguró con firmeza.
Ahora que lo pienso, recuerdo aquello que siempre decía mi padre, años ha, las tardes dominicales en que de adolescente me arrastraba por el piso:
Domingo tarde, del pensador amanecer.

No hay comentarios:

Related Posts with Thumbnails